Todos conocemos las temidas rabietas, esos desbordamientos
emocionales que suelen aparecer alrededor de los dos años (a veces antes) y que
pueden durar durante varios años más.
El objetivo de acompañar una rabieta no es que se pase porque de
todas formas va a pasar. Tampoco es hacerla lo más corta posible ya que de esta
forma no estaríamos teniendo en cuenta los sentimientos y las emociones del
niño y, por lo tanto, las estaríamos negando. De lo que se trata es de hacer
algo para acompañar esa rabieta y ayudar al niño a que gestione sus emociones.
Esto es lo difícil para nosotros como adultos. Ante una rabieta,
nos podemos encontrar como adultos con sentimientos encontrados. Por un lado,
no queremos que nuestro hijo sufra pero además si la rabieta se produce en la
calle suele provocarnos vergüenza, rabia, impotencia y sensación de que se nos
cuestiona como padres aunque, generalmente un alto índice de rabietas aparecen
después de poner un límite o de decir un “no”. Otras muchas veces aparecen por
la frustración de no haber conseguido algo que esperaban o deseaban y algunas
otras, ni siquiera sabemos vemos qué la ha provocado e incluso, si no hemos
establecido anteriormente una buena relación honesta y de confianza, pueden
aparecer como chantaje.
Las rabietas van a formar parte de su expresión de frustración
cuando aún no son capaces de gestionar y verbalizar sus emociones y cuando se
sienten desbordados y para ello es necesario que tengamos con nuestros hijos
una relación de confianza, lejos de los castigos, chantajes o humillaciones de
ninguna de las partes.
Entonces… ¿cómo actúo? La respuesta es fácil si piensas en esto:
¿Cómo actuarías si a tu lado hay un adulto pasándolo mal? ¿Le
dirías que se callara, que no llorara, le gritarías o te enfadarías con él?
Está claro que no. Cuando un adulto pasa por un mal momento tendemos a
acompañarle y ayudarle haciéndole saber que le entendemos y que estamos así.
Pues es lo mismo que se debe hacer con un niño porque en realidad el pequeño lo
está pasando mal. Además, cuando gritamos a un niño, su sistema límbico (el que
nos indica que huyamos) se activa y esto hace que no nos escuche. Su organismo
se asusta y no es capaz de procesar la información.
Como entenderás, esto no quiere decir que hagamos o le demos
siempre lo que nos pide pero en muchas ocasiones tenemos que pensar si nuestra
exigencia o nuestra respuesta podría haber sido más flexible y, aprender de
ello para la próxima.
¿Qué hacemos entonces ante esa temida
rabieta?
Quedarnos cerca y decirle que estamos ahí para lo que nos necesite
tranquilos, atentos y comprensivos, aunque en ese momento es posible que
incluso no nos oiga, pero nos siente ahí. También podemos quitar de en medio cualquier
cosa con la que se pueda hacer daño en este momento de explosión y lo único que
nos queda es esperar… esperar a que ese torbellino de emociones pase y vuelva a
la calma.
Cuando esto ocurra, podemos decirle que entendemos lo que ha
pasado (entendemos su dolos, su frustración…) y entonces, solamente si al
pequeño le apetece (que suele ser que sí) consolarlo con un beso, con la
lactancia materna si aún toma o con un largo abrazo en silencio para que nos
sienta ahí…sin hablar de moral, sin recriminar su actitud.
Las rabietas no son malas, son parte del aprendizaje de nosotros
mismos, de cómo gestionar nuestras emociones, nuestra relación con el mundo,
nuestra frustración y nuestro dolor.
Por eso la intención no es evitarlas ni reprimirlas, ya que esto
solamente hará que las emociones negativas se acumulen dentro, sino
acompañarlas para demostrarles nuestra comprensión, para acogerles y hacerles
comprender que tienen en nosotros el refugio que necesitan y crear así una
relación de confianza y un lugar seguro donde puedan expresarse.
Las rabietas
pasarán, pero nuestra relación con nuestros hijos es para toda la vida.
Amor Belmonte Céspedes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario